Doña Rosita
- verovane72

- 25 ene 2020
- 3 Min. de lectura
Les regalo un cuento.
Todos la amaban. Una vieja anciana de baja estatura y hablar pausado. Muy amable, sobre todo con sus vecinos. Vivía sola en una vieja casona en un barrio tranquilo de Buenos Aires. Era increíble cómo tenía todo impecable sin ayuda alguna. Su aparente fragilidad no explicaba el orden y la limpieza de un hogar con tantos ambientes. La casa tenía dos pisos con cuatro habitaciones, un comedor, una cocina y varios baños pequeños. Una galería enorme en el centro de la planta baja como esos viejos conventillos porteños. Al fondo una puerta blanca que conducía a un jardín pequeño con algunas plantas.
Todos los días seguía la misma rutina: se levantaba temprano, desayunaba y salía por el barrio a hacer compras varias, o simplemente a pasear. Todo el mundo la saludaba y le cedía el paso o el turno para ser atendida. Era un amor de persona. Ella respondía con una sonrisa y un tierno “gracias”.
Una mañana recibe el llamado de su único hijo, Esteban. Hacía años que vivía en España, donde fue a probar suerte. La tuvo por un tiempo. Vendría de visita, por tiempo indeterminado. Rosita lo recibió con agrado pero con una pizca de desconfianza. ¿Cuánto duraría la visita? Ella estaba acostumbrada a su soledad. Ni mascotas tenía en la casa. Esteban se instaló en una de las habitaciones del primer piso y acomodó su ropa en los cajones. Eso indicaba que la estadía sería larga. Sus negocios en Madrid no habían prosperado. Al contrario, venía huyendo de la justicia por malversación de fondos y estafas varias. Ya encontraría la manera de explicarle a su madre sus verdaderas intenciones. Quedarse con ella, cuidarla, y hacerle compañía. Nada de lo que Rosita deseaba o siquiera necesitaba.
Nadie en el barrio sabía de su nuevo huésped. Su hijo se lo había pedido sin explicar por qué. Temía que lo localizaran. Su madre no necesitaba motivos. Su sola presencia la avergonzaba. No quería que los vecinos supieran que su hijo había fracasado en el exterior. Porque a Rosita le gustaba contar historias. Y presumir de ellas. Todos la admiraban por ser una madre ejemplar. Que crió sola a su hijo y lo ayudó a que realizara sus sueños en el exterior. Pero la realidad era muy distinta. Esteban siempre fue un fracaso. Su fracaso. Tanto esfuerzo y sacrificio para brindarle la mejor educación, desperdiciado. Todo el dinero que le daba lo gastaba en bebida, juego o mujeres. Más tarde, supo que también le gustaban los hombres. Eso, para una mujer conservadora y católica como Rosita era imperdonable. Agotada y desilusionada, juntó sus últimos ahorros y se los dio para que viajara a España, donde su tío lo ayudaría a sentar cabeza. Pero al cabo de unos meses ya no tenía noticias de él. El barrio indagaba con sospechas:
— ¿Cómo va su hijo en Madrid?
— Muy bien, gracias, siempre me envía regalos—— mentía Rosita con tristeza.
Finalmente, cinco años más tarde, lo tenía otra vez en casa. Y eso la enfurecía. Estaba cansada de mantenerlo. Ya no era un adolescente. Rondaba los 50. ¿Qué iba a hacer con él? El rencor se iba tornando odio. Quería estar sola, tranquila, sin que nadie perturbe su paz. Pronto se le ocurrió una idea.
Le preparó su plato favorito: empanadas de carne y un buen vino tinto. Satisfecho, comenzó a sentir un poco de soñolencia. Los ojos se le cerraban, por lo que se despidió para ir a descansar. Mientras se dirigía a las escaleras, sus piernas le pesaban. Sus brazos caían como plomo a los costados de su torso. El mareo le nublaba la vista. Se desplomó sobre la alfombra antes de pisar el primer escalón. Todavía respiraba mientras Rosita lo arrastraba hacia el fondo de la galería. Buscó una sábana vieja y lo envolvió. Finalmente le colocó una media enrollada en su boca y le tapó con fuerza la cara con una almohada. La burundanga que había colocado en las empanadas junto al efecto del alcohol evitó que ofreciera resistencia alguna.
Para su beneficio, la fragilidad de Rosita era una buena coartada. Y su imagen de santa también. ¿Quién iba a imaginar que podía cavar una fosa en el fondo de su patio? ¿O que podía arrastrarlo hasta dicha fosa y cubrirlo de cal y otras sustancias diluyentes? ¿A quién se le puede ocurrir que taparía la fosa y colocaría plantines de rosas y claveles encima?
Nadie podría dudar de la nobleza de Rosita. Esa dulce anciana encantadora que vive tranquila en su vieja casona. Orgullosa de que su hijo estaba bien acomodado en España.




Comentarios